El primero de mayo del 66 nació mi hijo Diego, día que se honra y celebra en todas las naciones del planeta. Poco después, comenzaron los viajes de Simbad el marino. Y en el 67, me hallaba instalado en Londres como vecino de Earls Court. En medio del laberinto de los Beatles y los Rolling Stones, los hippies, las minifaldas, la hierba, las campanitas y unas terribles ganas de ser adolescente con años de retraso.
Ese otoño y ese invierno escribí los poemas de Canto ceremonial contra un oso hormiguero. La estufa casi siempre malograda, y yo enfundado en un abrigo viejo y peludo dentro de la casa. Apenas si sacaba una mano del bolsillo para escribir un verso y ahí mismo la guardaba. En verdad fui feliz. Mi mantenencia la aseguraba alternando el oficio de lavaplatos y el de asistente en la universidad (a la larga, como ahora). Tenía un alma de esponja, siempre presta al deslumbramiento. Aprendí muchas cosas. Entre otras, que la tristeza no se resuelve con un plan quinquenal.
Canto ceremonial contra un oso hormiguero fue premiado por la Casa de las Américas de La Habana en el 68. El galardón poético del idioma más cotizado por aquel entonces. Eso me dio cierta fama, algún dinero, traducciones, reediciones, unos cuantos fans y una apreciable tribu de envidiosos.
Los poemas del libro estaban llenos de vida vivida. Por eso el uso de largos versículos que se enredan en las páginas como serpientes. Necesitaba un espacio donde se reunieran los datos del alma y del cuerpo. El hígado, el corazón y la cabeza. La historia doméstica, la historia de la colectividad. Creo que en buena medida lo logré. El lenguaje se bamboleaba entre la solemnidad y la jerga, en medio de un optimismo socarrón. Así transcurrían mis días en la vida real.
—Antonio Cisneros