La poesía se construye en sólido sin albañiles ni presencia de ningún sindicato, intervienen materiales que perduran por siempre y terminan creando un espacio tan palpable como el hormigón, es hormigón mental. Se puede habitar en ella, se puede volver a ella.
A mediados de los ochenta atravesaba el fin de la adolescencia en el barrio de Lanús, un paisaje compuesto en distintas gamas de grises y pardos. Un grupo de referentes, a los que llamábamos Los grandes porque tenían la cualidad de conseguir y usar drogas, deciden aventurarse de vacaciones a Río de Janeiro. Este pequeño grupo de muchachos que promediaba los 22 años estaba compuesto por dos Betos, un Cosme, un Fabián y un personaje bastante colorido del que no se conocía demasiado, llamado Carlitos Vicio. Carlitos era el más inocente del grupo, tenía un talento especial para imitar voces de los distintos megáfonos y propaladoras que en esos tiempos pasaban por el barrio vendiendo sandías, pescado, cacharros y comprando de todo, a lo que usualmente se llama botellero o carros de cirujas. Carlitos tenía un aspecto inofensivo, de gran porte y relleno, con melena hasta los hombros parafinada hacia las puntas.
Resulta que este grupito de jóvenes ni bien llegaron a la capital Carioca se fueron con sus bolsos y pertenencias a la playa de Copacabana, armaron un porro gigante y lo prendieron como quienes disfrutan en un podio tras haber llegado a la meta de su travesía. Pasaron tan solo unos minutos cuando se vieron rodeados por la policía que con muy malos modos los encarceló.
Los tuvieron encerrados con presos locales durante unas 24 horas y a cambio de su libertad les exigieron todo el dinero. Las vacaciones habían terminado. Carlitos le dijo al resto del grupo que se quedaba. No supieron nada de él hasta seis meses más tarde. Volvió cambiado, hablando un portugués muy fluido. Decía haber vivido en la playa hasta ganarse los favores de algunas damas que le proporcionaron cobijo y haber hecho algunas changas. Lo cierto es que a la vuelta Carlitos era otro. Le había sacado ventaja al resto de Los grandes y solo había vuelto para avisarle a la familia que se volvía a vivir a Brasil.
Fue en esas semanas que lo crucé por la calle y me contó su versión de los hechos, ese mismo día me regaló un libro pequeño y manoseado que traía consigo. Ese libro era The Sertón de Boy Fracassa, libro que me acompañó durante un tiempo hasta dejar su estructura de hormigón dentro mío.
— Adrián Dárgelos